En términos históricos, los sucesos de 1810 produjeron
la confluencia de significados y sentimientos que sobrevolaban en la sociedad
colonial. Las invasiones inglesas, la ocupación napoleónica de España, la abdicación
del Rey Fernando VII a favor de José Bonaparte (hermano de Napoleón) en Bayona y
la continuidad del pensamiento colonial expresada a la representación americana
en la Junta Suprema en Sevilla no habían hecho más que pronunciar la
incomodidad que en el Río de la Plata como en los demás virreinatos provocaba
la relación de subordinación impuesta por la Metrópoli. Así, aquella dirección integrada
por abogados, comerciantes, clérigos y jefes de milicias mediados por un clima
de ideas demasiado espeso para ser identificado con un tradición o corriente de
pensamiento determinado, pronunció al
mundo las aspiraciones de soberanía que la sociedad entera demandaba sin
sospechar aún las derivaciones que tendría este crucial acontecimiento a futuro.
Hombres que sin distinción de rangos entregaron su cuerpo
a una empresa colectiva sembrada de incertidumbres, mucho más humana de lo que
a menudo se la suele narrar, hecha de virtudes pero también de divisiones
facciosas, traiciones, miedos y errores, en el Cabildo de la ciudad central o
empuñando un sable entreverándose en campos interiores que poco se parecían a
esos prolijos tableros de batalla europeos.
Que su condición de mortales no nos impida ver su
grandeza. Fue a partir de ellos que el vocablo Nación empezó a cobrar sentido
en nuestra cultura. Y parió tan violentamente que no midió en vidas y recursos,
configurándose en un proyecto inacabado que fijó su razón de ser en la necesidad
de una construcción histórica ininterrumpible. De su continua formulación depende la visibilidad
de un horizonte que nos permite marchar hacia adelante, evitando el
cercenamiento y la vacuidad que provocaría dejara trunco.
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